Un río sin nombre cruza Lorelei. Viene de tierra adentro, de montañas boscosas cercenadas por la niebla, corriendo de sur a norte para torcer de pronto hacia el oeste y entregarse al océano. En el ángulo amplio del estuario los sedimentos formaron dos islas, las Magnolias, que el urbanista Fumio Akutekeri asentó y comunicó con las riberas mediante categóricos puentes de titanio. Cuando Fulvio Silvio Campomanes decidió obsequiarle al mundo el producto de sus desvelos, fue alrededor de ese núcleo que, con una elegancia mayormente estrábica, en construcciones modulares, en seguida con mucho acopio de piedra caliza para perpetrar el célebre Efecto Holliday, las numerosas atracciones del Recinto empezaron a conectarse unas con otras como terminales nerviosas frenéticas de sexualidad. Al comienzo paralela al río, aunque más al este desviada por unas lomitas bajas, del Recinto parte hacia el sudeste una carretera con varios desvíos: uno, en el kilómetro ocho, lleva al aeropuerto; otro, en el catorce, a la falsa arcadia de casitas donde algunos residentes vivimos apartados, entre los huertos de campesinos impávidos, del otro lado del río que, a esa altura, se cruza en balsa. El tercer desvío es larguísimo: vuelve a buscar la costa para desembocar más al sur en el puerto de carga que, en la época que cuento, estaba vallado a cualquier curiosidad, vecino a una planta recicladora de basura. La carretera principal sigue no sé hasta dónde. Lo importante es que si uno llega al Recinto desde el interior, a poco de divisar los edificios encuentra a la derecha un tablero más grande que la fachada de una catedral, pongamos la de Maguncia. Excitadas entre marcos color magenta, letras mayúsculas de sodio, verdes lima de noche y de día negras, imponen una provechosa composición de lugar:
(de El oído absoluto)